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Por: Angeles Rojas Olivares
Soy profesora de nivel bachillerato y por el momento, debido a las circunstancias, he llevado mi labor por la ruta de la regularización y la tutoría particular. Veo muchos grupos cada año y a veces recordar todas las caras, todos los nombres, es difícil. En especial cuando ves a los alumnos por espacio de tres meses y los dejas ir. Cada minuto en el aula es vital para cubrir un temario y trabajamos regularmente contra el reloj. Desde esta perspectiva, he llegado a pensar que hay un elemento histriónico en la docencia. El profesor explica, evalúa y enseña, sí; pero también crea, motiva y lidera a su grupo por igual.
Recuerdo que el último mes del 2019, los alumnos tenían como moda gritar “¡Coronavirus!” cada vez que alguien estornudaba en clases. Era como una moda, un meme. En privado, sin embargo, mi madre mostraba preocupación por la situación y me mantenía al tanto de la ruta del virus. Cuando recibimos el 2020, el Covid-19 seguía siendo un chiste de los alumnos, una posibilidad todavía del otro lado de la frontera norte, y en febrero algunos de mis alumnos presentaron el examen de ingreso a la universidad, con la sombra inminente del Covid-19.
La cuarentena inició el 20 de marzo. Yo no lo noté porque estaba en el hospital tratando de entender que mi madre moriría. Dejaba el hospital para dormir o para ir a trabajar. Los días previos y los siguientes sentí que vagaba en un limbo entre el constante miedo que se vivía en el hospital y la incertidumbre que invadía poco a poco a los alumnos. Nadie sabía lo que pasaría, pero lo que fuera, su sombra ya nos había alcanzado.
Un día me citaron a una junta urgente después de clases. Apenas pude concentrarme en lo que decía mi director porque estaba tratando de arreglar asuntos del hospital, pero en general, había una visión demasiado optimista, algo alejada de la realidad: “esperemos no llegar a fase 2” decían unos; “ojalá solo paremos actividades una o dos semanas” decían otros. Yo no tenía la cabeza en la junta, recuerdo que había un cronograma para un curso de preparación al examen de la UNAM que debía durar dos meses. En la práctica, se alargó más del doble.
La instrucción de mi director era prepararnos para pasar a trabajar en línea, pero como muchas escuelas, la nuestra no tenía ni la capacidad ni los recursos para una plataforma propia de e-learning, así que improvisamos con Facebook y Classroom. Yo me sentí en desventaja directa frente a mis colegas (casi todos más jóvenes y mejor conectados con los alumnos). Conozco y domino Moodle y otras plataformas, pero soy enemiga de involucrar a mis alumnos en mis redes sociales privadas y temía decir o hacer cualquier cosa y ser expuesta con capturas de pantalla o videos de mis clases. Los docentes estamos expuestos al escrutinio público, somos profesionales públicos, sí; pero las redes sociales no siempre son justas con los protagonistas de las historias virales.
Mi madre murió cinco días después de esa junta, un viernes. Me presenté a trabajar el martes, a recibir grupos nuevos de preuniversitarios. Jamás había sido tan difícil para mí dar una clase. En diez años que llevo en esto, he dado clases con fiebre, con jaqueca, con amigdalitis, enfadada, deprimida, en fin. El aula tiene un efecto mágico que sirve de bálsamo para el espíritu, disfruto mucho estar en el aula. Pero esta vez no. Por eso creo que hay algo teatral en el salón, porque a veces los problemas personales se transforman en el aula en simpatía, en risas, en ternura, en aprendizaje y, cuando termina la clase, si bien el problema sigue ahí, el ánimo es diferente.
Los meses siguientes me encerré en un duelo que no ha terminado y en un quehacer docente que no cesaba nunca. En realidad la práctica docente siempre se complementa en casa: planeamos clase, preparamos material, revisamos tareas, pero en la práctica en línea, las barreras del tiempo se vuelven laxas. Di clases en Meet a ochenta cámaras y micrófonos desactivados y vi cómo, poco a poco, llegaban los likes a mis videos, pero poca o nula retroalimentación. Resolví dudas a las 11:00 pm porque a esa hora volvían de trabajar algunos de los alumnos y entonces podían estudiar. Hice vídeos con mis pocas herramientas y algunos tutoriales y terminaba a las 4:00 am, para dormir un par de horas y entonces continuar con la dinámica familiar, y en medio de todo, el teléfono no paraba de sonar con mensajes, notificaciones, avisos de la dirección y mil pendientes más. Siempre iba a destiempo. Siempre entregaba todo en el límite de tiempo. Sentía que no era capaz de rendir ni en mi trabajo ni en casa. No sé de dónde saqué fuerza los primeros meses, pero me sentía tremendamente deshumanizada, extraviada. El aula ha sido mi refugio por casi diez años, pero cuando más necesitaba el trabajo cara a cara, lo perdí.
La docencia no ha sido la misma. Terminé ese curso sin ver el rostro de mis alumnos. Esos rostros jóvenes, llenos de esperanza en su futuro, expresaban en las aulas las dudas que sus bocas callaban por miedo; confianza, cuando entendían el tema; felicidad, cuando resolvían los ejercicios correctamente. Yo adoraba ver esas expresiones colectivas y tratar de entenderlos, pero las cámaras apagadas, los cubrebocas y los micrófonos silenciados nos quitaron eso. Yo trataba de animarlos, de ser cordial, de reír; pero en medio del duelo personal, no terminaba de encajar en esta nueva dinámica.
Ellos, mis alumnos, sufrieron mucho estrés en esos meses, porque los exámenes de ingreso se pospusieron una y otra vez, hasta el límite de lo posible. Cubrimos temarios, resolvimos dudas y esperamos. Les deseamos éxito cuando llegó, al fin, el examen. Iban temerosos, con caretas, con guantes, con cubrebocas. Algunos no habían salido en meses de sus casas, otros, como yo, habían sufrido pérdidas personales a causa del Covid y ahora sacaban valor y se aferraban a la esperanza para dar un paso al frente y reclamarle a las universidades públicas su legítimo derecho a la educación.
Un mes después, la recompensa llegó de mis (ahora) exalumnos: “¡Goya!”, “¡Al fin lo logré!”, “¡Luego de tanto, al fin soy universitario!”. Con ellos, respiré yo también. Por fin sentía que recuperaba un pedacito de mi ser en medio de tanto caos. Quizá como inicié al mismo tiempo un duelo, la cuarentena y el curso, sentí que cerrar uno de esos tres ciclos era ver una luz al final de un túnel muy oscuro. Me sentía genuinamente feliz por todos ellos. Atreverse a estudiar en tiempos convulsos es un acto de rebeldía, de amor y de esperanza. Durante meses me sentí como un paria entre el internet y el encierro físico, y ellos, con su fe y sus logros particulares, me ayudaron a situarme nuevamente en este mundo que nunca paró, como dicen muchos, simplemente continuó en el encierro.
Ángeles Rojas Olivares coordina e imparte la materia de Español en una organización sin fines de lucro para ayudar a los jóvenes a ingresar a la universidad. Tiene interés en la orientación vocacional y una gran fe en la educación para cambiar el futuro de los jóvenes.
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