Tú y: personas han leído este artículo.
Por Karla Torres
He de reconocerlo, la tecnología y yo siempre hemos tenido una relación masoquista, en la que ella me invita a intentarlo y yo caigo rendida a sus pies, pero a la mera hora, cuando más la necesito, termina por fallarme: que el WiFi se va, que la computadora se pasma mientras uso la plataforma digital del libro o que el video no carga. A pesar de eso, cuando nos mandaron a casa, las primeras dos semanas, no temí, pensé que sería algo parecido a cuando afrontamos el no dar clases por casi un mes después de que un terremoto fuera un amargo déjà vu en la CDMX en 2017.
Intenté guardar la calma los primeros días, incluso más tarde me recriminé por no reconocer que esa semana de marzo en las instalaciones de la escuela sería la última vez que vería a mis alumnos de 3° de secundaria, pues, de haberlo hecho, les hubiera dado el abrazo de oso más fuerte del mundo. Con el pasar del tiempo, mi corazón comenzó a avisarme que pronto tendría que volverme amiga de mi mayor némesis e implementar los rollos tecnológicos en el salón de clases. Y no, no se trataba de lograr que la grabadora pudiera tocar un CD o que el ordenador leyera un USB, esto iba más allá. Sí, casi me dio un infarto cuando escuché por primera vez el término Zoom o Google Classroom, sentía que me hablaban en algún idioma alienígena y yo estaba demasiado lejos de esa galaxia.
No me malinterpreten, me encanta probar cosas nuevas cuando se trata de enseñar Español, materia que imparto en todos los grados de secundaria del instituto en el que trabajo, ya que me gusta retarme a mí para luego retar a mis alumnos al momento de realizar sus proyectos de redacción. Algunos de mis alumnos me llaman cariñosamente “Miss Loca”, porque ven el momento de mi clase como un extraño laboratorio donde las palabras se entrelazan para experimentar con ellas. Me desvivo horas buscando nuevos worksheets que personalizo usando Picsart o videos en Youtube o Facebook, que nutran, desde otra perspectiva, mis clases, intentando hacerlas más dinámicas y significativas para grupos de chicos que están más al tanto del nuevo reto viral en Tik Tok que de saber cuándo usar una coma o un punto y seguido. Incluso les he puesto videos de fantasmas para incitarlos a escribir ensayos argumentativos explicándome por qué creen o no en su veracidad o han tenido que preparar tortas y leer un escrito suyo para convencer al jurado de por qué merecen ganar el concurso. Pero esto era una cosa totalmente distinta.
Primero, lloré y me frustré. Extrañaba enormemente a mis estudiantes, los momentos que compartíamos a la hora del descanso o la bromas internas que ocurrían en el salón. Sólo ustedes entenderán esa complicidad docente/alumno, necesaria para que el tema fluya como es debido. Luego, decidí agarrar al toro por los cuernos (o al menos eso pensé que hacía) cuando empecé a grabar mis clases para YouTube, creyendo que eso sería suficiente. Me descargué una aplicación maravillosa llamada Video Guru, que por unos dos meses fue un refugio, aunque seguía sintiendo que no era lo mismo que las clases presenciales o en tiempo real. Así terminé el ciclo escolar 2019-2020, sintiéndome más obsoleta que un diskette, debido a que veía como, poco a poco, la magia en mis clases que fortalecía el vínculo con mis pupilos se iba de paseo con Susana Distancia.
Aproveché las vacaciones de verano para enfocar mi ansiedad y depresión en cambiar mis hábitos alimenticios, además le dije “¡Hola!” a hacer videos de ejercicio en casa, pues quería que mis alumnos supieran la importancia de estar sanos. Vaya que me fue bien, ¡me deshice de 10 kilos! Y aunque al menos en mi cuidado personal todo iba viento en popa, seguía con un nudo en el corazón por no saber cómo haría para mejorar mi cátedra docente cuando empezáramos el nuevo ciclo.
Fue en unas charlas por Whatsapp que terminé contándole mis penas a la profesora de Educación Artística de la escuela, uno de mis modelos a seguir por nuestras charlas interminables de cultura y educación con quien siempre me ha gustado intercambiar ideas. Ella estaba entusiasmada porque de alguna forma, la pandemia era lo mejor que le había pasado en cuanto a reinventar la dinámica de sus clases. Me comentó que estaba usando herramientas tecnológicas que antes ni le hubieran pasado por la cabeza. Eso sí, admitió que, así como a mí (y supongo que muchos otros maestros), al principio pensar en las TIC le aterraba, creo que porque muy en el fondo sentimos que introducir este tipo de situaciones en nuestra clase es no tener al 100 % el control de cómo fluya la misma. ¿A qué maestro le gusta perder el control de grupo? ¡A ninguno!
Me habló maravillas de Padlet, Jamboard y hasta Mentimeter, herramientas que ella ya implementaba en sus clases vía Zoom o Google Meet de forma exitosa. Era justo lo que necesitaba, que la llama de la curiosidad y el desafiar a mis alumnos volviera. De la nada empecé a descargar aplicaciones a lo loco, picándoles por aquí y por allá en mis tiempos libres; mis capas de cebolla (como diría Shrek) empezaron a ceder y me vi con un abanico infinito de posibilidades. Ahora sí me sentía una maestra que por fin entraba con el pie derecho al siglo XXI, a pesar de que éste lleva 20 años de ventaja conectado al gran mundo virtual.
Hoy puedo escribir estas líneas muy emocionada, no sé qué pasará con todo esto del COVID-19 en los meses por venir, pero sé que la dinámica en mis clases comienza a enriquecerse conforme usar Padlet se vuelve algo cotidiano. Todos los días me despierto como niña antes de abrir los regalos de Navidad, subiendo videos o algún recurso gráfico en esa aplicación. Ya hasta armé un GIF de unos dados virtuales para crear cuentos colectivos y de paso enseñar las partes del cuento en mi clase de 1° de secundaria, ¡fue todo un hit! En 2° me pidieron que la ruleta que hice en la app de Decision Roulette armara los equipos de trabajo y en 3° los chicos terminaron su proyecto en parejas gracias a los Breakout Rooms de Zoom, así como las encuestas que pudieron hacer virtualmente con Mentimeter y Survey Monkey.
Ahora no temo cuando se va el WiFi o mi computadora llega a pasmarse, mi tolerancia a la frustración ha aumentado y me fascina ver que mis alumnos también lo toman con filosofía. Las pocas veces que ha llegado a ocurrir, ellos mismos dan soluciones, comprendiendo que si a la maestra le pasa, ellos tampoco están exentos y está bien, porque su proceso de aprendizaje también se enriquece con el ensayo y error, todos estamos aprendiendo a domar a la fiera tecnológica al mismo tiempo. Hemos comprendido que tenemos el mundo a nuestros pies, con o sin internet.
¿Te gustaría ver tu texto publicado? ¡Echa ojo a la convocatoria y conviértete en un docente cronista! Da clic aquí.