Primeros pasos
Sentí la misma preocupación natural que genera la incertidumbre. La palabra “escuela” empezó a instalarse en el cerebro como una idea vaga, ajena a la vida de un niño de tres años. Mi mamá me dijo que iría a inscribirme al kínder. Recuerdo que era viernes, vi cómo se alejaba, enseguida corté una rama de algún árbol y me dispuse a trazar sobre la tierra algunos círculos. Dibujé a mi familia, mi casa, a mis amigos. Pensaba que en la escuela me preguntarían acerca de los temas que delineaba en la tierra.
Cuando llegó el lunes, mi mamá señaló desde la puerta de la escuela mi salón, caminé hasta llegar a 1° A. Me senté en la primera banca, la vi alejarse y noté que la maestra entraba al aula. Nos dio la bienvenida y nos pidió que dibujáramos a nuestra familia. Los trazos los pude elaborar sin muchos problemas porque eso mismo había hecho sobre la carpeta de tierra.
Hace treinta años
Llegar a la Secundaria era una auténtica Odisea. Los estudiantes arribábamos en “combis” que prestaban su servicio desde alguna parte del centro de la ciudad, se detenían en Plaza del Sol y de este sitio se trasladaban a la Secundaria. No sé cuántos estudiantes íbamos a bordo, pero no cabía ni un alfiler siquiera luego que cerraban la puerta. Algunas veces nos sentábamos atrás y con las manos sosteníamos la portezuela posterior. ¡Ríos de alumnos debíamos estar antes de las siete de la mañana!
La persona que me mostró el camino fue mi mamá. Dos semanas me acompañó y casualmente encontró a una amiga que vivía por El Colli, en una extensión de tierra considerable tenía algunas vacas que ordeñaban todas las mañanas, mi mamá supuso que la leche me haría bien para el estudio y las dos semanas completas me sirvieron un enorme vaso con leche recién ordeñada. A los doce años siempre obedecía.
Los alumnos que asistíamos éramos pobres o tuve siempre la idea de que lo éramos, sin embargo, no se notaba porque todos vestíamos igual y nadie dejaba ver su uniforme raído. En la entrada había uno o dos prefectos que nos decían si podíamos entrar o no. “El pelo no está cortado”, “El suéter no es el del uniforme”, “Sus zapatos están sucios”. Estoy seguro que todos los alumnos que estuvimos en esa época comprendimos que a pesar de que la Secundaria estaba rodeada de fango en el tiempo de lluvias, había que tener mucho cuidado con nuestra presentación. Antes de entrar pisábamos con cuidado, poníamos ladrillos que servían de puentes, hacíamos rodeos para sortear el agua que apenas había caído. No teníamos más que un uniforme, pero lo cuidábamos como si fuera el único que había en el mundo; en ocasiones, cuando llovía, lo secábamos con ventilador o, si no había esta alternativa, nos lo poníamos húmedo y dejábamos que el aire hiciera su trabajo.
La organización escolar era muy buena porque cada espacio de la Secundaria se usaba para los fines propuestos, por ejemplo, el salón de clases, lógicamente, se utilizaba únicamente para estudiar. Nadie osaba comer dentro del salón durante la clase o en el receso. Los salones se mantenían abiertos todo el tiempo y cuando reanudábamos la clase las cosas permanecían como las habíamos dejado.
En cualquier salón había orden, nadie levantaba la voz, nadie gritaba en presencia de un maestro, cuando alguien cometía una falta de indisciplina se le citaba en el mismo momento, un docente asignado lo convencía de la importancia de portarse bien y enseguida le comunicaba la sanción. El ambiente escolar garantizaba el aprendizaje. Problemas siempre los había, pero se les daba una pronta solución de parte de los docentes, porque el Director nunca habló con nosotros, eran los docentes quienes atendían los asuntos que impactaban al interior o fuera de sus aulas.
*Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente la posición de Sala de Maestros.