La vida diaria del docente no es común, el hecho de dar clases transforma casi todos los aspectos de la rutina, por ello hay algunas experiencias que para quienes están frente a un aula resultan comunes, pero que quizá para otras personas pasan desapercibidas. ¿Te identificas con alguno de estos?
Pasar lista todos los días es una actividad normal, cada vez que un nuevo grupo llega a tu aula descubres una enorme variedad de nombres, algunos más creativos que otros. Has visto evolucionar el gusto por ciertos nombres y de pronto te llenas de pequeños que se llaman más o menos igual, con variantes ortográficas o de pronunciación sutiles. Además, en ese ejercicio de creatividad que todo niño o adolescente tiene, también has visto las muchas posibilidades con las que un nombre se transforma.
Con este conocimiento en tu cabeza, cuando te conviertes en padre pueden pasarte dos cosas: la primera, que tengas un nombre elegido y solo esperes la cita en el registro público para hacerlo oficial. La segunda, que le tengas horror a casi todos los nombres porque te sabes de antemano cómo deformarán ese nombre, los apodos posibles e incluso tengas nombres asociados a experiencias con estudiantes específicos. Ya después de varias generaciones es muy difícil que existan nombres neutros.
Otra cosa que solo le puede pasar a un maestro es la oportunidad (y el desafío) de darle clases a nuestros propios hijos. Para algunos, una maravillosa experiencia y vínculo con ellos, para otros una etapa compleja y nada agradable. Sin duda esto es algo que no le pasará a un padre común y corriente (quizá sufrirán el repasar las materias de la infancia con la tarea de sus hijos), pero a un padre que da clases estará ante este escenario en algún momento, sobretodo por la practicidad de que los más pequeños asistan a la escuela en el mismo lugar en el que trabajamos.
De cierta manera, ser docente es como ser famoso. Sin los beneficios de la vida glamurosa de las estrellas, pero con el temor de salir al super despeinado y ser reconocido. Y es que si multiplicas el número de alumnos de cada grupo por las generaciones que has tenido te darás cuenta que el número de seguidores del influencer más popular se queda corto. Especialmente si das clases en una comunidad pequeña o si vives cerca de la escuela en la que das clases, será común que al salir a pasear a tu mascota o al acercarte a los comercios de la zona escuches pequeñas voces sorprendidas, alumnos que se han dado cuenta de que tienes una vida más allá del aula. O peor, te verán los padres de esos niños o adolescentes. Puedes optar por salir de lentes oscuros y gorra, como toda una celebridad de incógnito. O sonreír y saludar con toda la actitud.
Y aunque uno pensaría que al salir de vacaciones, alejarnos de la localidad o sencillamente dejar de dar clases este detalle terminaría, será mejor que no te confíes. Porque tu labor docente perdura más allá de las paredes de la escuela. A todo docente le ha pasado que tras varios años de dar clases tiene la sorpresa de que en cualquier lugar alguien se para frente a nosotros con cara de sorpresa y pregunta por nuestro nombre. “¿Profe? ¡Soy yo, fui su alumno hace unos años!” Y en se momento te da el infarto, ya sea porque sí lo recuerdas y te caen los años como balde de agua fría o porque no tienes idea de quién es y entras en pánico haciendo memoria a gran velocidad.
Algo bueno de la docencia es que nos mantiene jóvenes. Los alumnos, ya sean niños o adolescentes, nos contagia su energía y su optimismo, además es imposible quedarse atrás, ya que con ellos aprendemos de las tendencias más recientes, nos obligan a conocer programas, videojuegos, música nueva, así como el uso de las tecnologías necesarias para mantener nuestra aula actualizada. Así que es fácil sentirse joven. El problema es cuando nos dejamos llevar y adoptamos el slang o el baile de moda, porque de inmediato tendremos las miradas extrañadas de los alumnos, el silencio incómodo y el inevitable comentario de los más valientes, “no, profe, es que no le sale”. Otro golpe a nuestra juventud.
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