Por Rafael Páez
Hoy me propuse hablar de un tema cercano, real y trascendente, lo mismo que fantasmagórico, incongruente y surrealista: La escuela. Hablemos de la escuela de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros hijos, hablemos de esa extraña forma plural que se llama colegio, plantel, institución, liceo, jardín, primaria, secundaria, prepa…
Hablemos del mejor lugar, en donde estuvimos mucho tiempo y al que quisiéramos volver, aunque sea nomás los lunes un ratito por la mañana. Si, de la escuela, de esa escuela a la que cada uno fue. De ese plantel viejo o nuevo, pardo, oscuro o brillante. De esos árboles recién sembrados o de los tremendos árboles gigantes a los que trepábamos y en los cuales nos columpiábamos y nos escondíamos, esos que nos protegían del sol y servían de lugar de reunión en el recreo.
Hablemos del cuadro de honor y de las orejas de burro. Hablemos pues de la escuela, de sus fantasmas encerrados, de sus hadas voladoras, de sus ventanales, sus pizarrones, hablemos de sus primeras computadoras, casi inexistentes, de sus ventiladores, de sus escobas, del olor a petróleo y al “Fabuloso” de colores.
Hablemos de la Maestra a la que le teníamos un profundo pavor, un sublime respeto y un fuerte agradecimiento. Esa Maestra que nos enseñó a dividir y a multiplicar con punto decimal. Esa Maestra que nos conocía hasta los más intrincados rincones de nuestra alma. Recordemos su sonrisa enigmática, sus pesares diarios que llevaba a pasear a la escuela, su indescriptible padecer cuando se quedaba en silencio pensando en no sé qué. Hablemos de su amor infinito hacia las cosas de la escuela y veámosla partir tras cerrar la puerta del salón, en silencio, con el pensamiento en lo que sigue del día familiar y en la junta escolar de la hora de salida.
Hablemos del Maestro que nos enseñó los secretos de ser persona con humildad, con éxito y respeto. Hablemos del Maestro deportista, del Maestro furioso y risueño, del que tocaba en la Banda de Guerra y nos llevaba de paseo. Del Maestro y la Maestra hablemos, que no tienen empresas pero que todo lo hicieron.
Hablemos con respeto y con coraje, con admiración y con rabia, pero hablemos de ellos con justicia y con fe, con esperanza. Hablemos de los Maestros que nos enseñaron a hablar con la mirada, con la pluma, con el honor, con el corazón a rajatabla. De los que araron el surco y luego lo regaron, de los que ganan poco y de los que nada ganan, de los que ganan mucho y luego lo comparten o regalan, de ellos hablemos, de los que tienen la gracia de haber nacido humanos, como tú, como yo.
Hablemos por favor de la escuela, de la que nos formó, de la escuela real, de la que tiene cartelones a la entrada y material didáctico en las paredes. De la rural, la urbana, la indígena, hasta de la particular hablemos.
Hablemos de la escuela, maestras y maestros, porque ese espacio, ese tiempo es lo que nos da identidad, es lo que nos define en el mundo laboral, es lo que nos da sustento, es la que nos da fuerzas para volvernos a levantar.
Que nadie nos calle, que nadie nos diga que ellos son los salvadores de una crisis total, que lavarán las heridas. La escuela está viva y nosotros con ella, estamos aquí, listos y dispuestos a volver a empezar, aunque nos tengamos que evaluar, pues lo más importante es que los estudiantes aprendan a vivir con luz, con éxito, con fuerza.
Por eso, desde acá, sin cesar, sin claudicar, sin dudar, hablemos de la escuela. Para que la gente sepa de qué se trata esto de educar a la gente. Hablemos y hagamos. Hablemos aunque no nos escuchen. Hablemos con el corazón y con el puño levantado, hablemos de verdad, hablemos siempre. Y después de callar, cuando queden el eco y las sombras solamente, profesor, profesora… ¡Hablemos fuerte!