Por Janer Ventura
Soy profesor de primaria. Trabajo en una comunidad de la Sierra de Zongolica en el Estado de Veracruz. Desde que llegué, hace siete años, de inmediato fui un docente caracterizado por su disciplina y carácter fuerte para imponer orden y respeto; sin embargo, durante las clases trato de ser lo más flexible y ameno posible para trabajar con alumnos de éste contexto, pues sé muy bien que se trata de uno de los más pobres y vulnerables del estado.
El ciclo anterior tuve un grupo inquieto y al mismo tiempo exigente, pusieron a prueba mis conocimientos y mi disciplina. Eran muy traviesos, llegaron a regalarme arañas -fue el error más grande decirles mi mayor temor- y, como acostumbraba dejar mi abrigo sobre mi silla de madera para hacerla más cómoda, varias veces me pusieron huevos debajo para que se reventaran al momento de sentarme. Sólo Dios sabe de dónde me daba tanta paciencia.
Todo mi esfuerzo fue recompensado hace un año, cuando obtuve el primer lugar de mi zona en la Olimpiada del Conocimiento, fue algo increíble. Cuando les di la noticia, justo ese día, se emocionaron mucho. Les di las gracias por echarle ganas y su respuesta fue: “no profe, gracias a usted, es bien enojón, pero siempre nos enseña cosas muy buenas”, “si profe, sus experimentos son los mejores”, “usted es el mejor de todos”, me aplaudieron y me conmoví junto con ellos. Siempre me esforcé por inyectarles ganas y ambiciones.
Hoy en día, a veces, llegando de la secundaria me visitan y me dan las gracias por haber sido tan exigente porque ahora todo se les facilita y confirman mis comentarios, que algunas cosas se les complicarían, de no poner empeño. Estoy orgulloso de mi labor y ser el factor de cambio en una comunidad en donde antes sólo se conformaban con aprender a leer y a escribir.