Por: Kaory Hernández
Como docente, mi mejor experiencia ha sido convertirme en fundadora de un bachillerato en la Sierra Negra. Llegué sin dinero, sin manual de procedimientos y sin sueldo durante un año, eso en verdad me marcó. Yo nunca había sentido tanto calor, tanto frío, ni tanta hambre como entonces. Habitaba una cabaña sola a la mitad de un cerrito boscoso, era terrorífico saber que cada día y cada noche sólo estábamos las paredes, mi consciencia y la tremenda niebla que me llenaba los pulmones al respirar; sin dinero y sin comida, aquéllo era desolador.
Como directora debía hacer trámites, gestiones, tomar decisiones, ir casa por casa en busca de alumnos que no tenían ningua fe en un sistema que, según sus palabras, “sólo les haría perder el tiempo”. Ante tanta frustración, pero con las ganas de continuar, un buen día me volví vendedora de tamales. A las 3:30 de la mañana era hora de levantarme, preparar tamales, atole y sacar una mesita para venderlos hasta las 12:30 del día, pues a las 2:00 de la tarde iniciaban mis labores docentes en el turno vespertino. Continúe así por meses, de esa manera reunía el dinero necesario para mis traslados a Tehuacán, donde se encontraba la supervisión de mi zona escolar.
Los jóvenes, motivados y contentos con sus logros, sin saberlo, me impulsaban a continuar en mi lucha, que día a día parecía pesar más y más. Pero las voluntades del ser humano flaquean, un día, así sin más, decidí no volver nunca. Tenía sólo dos horas de retraso en la comunidad donde trabajaba cuando mi teléfono sonó: eran los padres de familia que, preocupados, me buscaban. Había ocurrido un asalto al autobús en el que me trasladaba comúnmente, ellos estaban muy angustiados y me creían capturada.
Mi cariño crecía por toda esa gente junto a la que conocí el magnífico manjar que es un caldo de chícharos y el delicioso café con pan de burro (denominado así por que en el pasado se hacía llegar a la comunidad sólo en burros); aprendí de esa gente con la que me senté alrededor de las llamas de un fogón para “echar tortillas”. Viví entre esa gente tan noble y tan limpia, personas que me rescataron aquella tarde de oscuridad y neblina en que me caí en un hoyo de dos metros de profundidad en medio del bosque; sentí, junto a esa gente, el terror permanente de saber que entre los árboles habitaba una tigresa que se escapó una tarde del circo que llegó a un pueblo cercano y a la que jamás volvieron a capturar.
Entendí, gracias a ellos, que la pobreza no es el hecho de no tener dinero para comer, sino tener mucho, pero comer solo. Sobreviví gracias a quienes que me acogieron en su familia como parte de ella, que me enseñó a moler, a cosechar, con quienes vendí atoles, elotes y tamales; llegué a enseñar, pero junto a ellos terminé aprendiendo; con esa gente y por esa gente, decidí volver, terminar mi ciclo sin importar si el sueldo o la basificación llegarían.
Ese día, justo ese día en que finqué en documentos la existencia del Bachillerato número 259, ese día donde abanderaron oficialmente y por primera vez a una escolta en ese municipio, justo ese día me asignaron una nueva escuela en mi pueblo natal, pueblo al que volví completa, experimentada, madura, con vocación, con fuerza, con el corazón lleno de certeza y segura de mí, lugar al que volví hecha una verdadera docente, sin miedo a nada. Y todo se lo debo a mi siempre querida Tepetzitzintla y a su hermosa gente serrana que me enseñó a valorar, a vivir, a luchar y a amar quién soy, cómo soy y a disfrutar los nadas como mis todos.
¡Gracias a todos ellos! los llevo siempre en lo más profundo de mi corazón.